Fue así.
Primavera en el hemisferio norte. Con inusitada generosidad el sol se dignaba.
Sin ningún plan especial por ser mi día libre, me puse a pensar allí donde estaba: con ese solcito tibio y perezoso, que no se decide
a salir del todo para facilitarnos la decisión de como aprovechar mejor el día, voy a subir al Jardín del Castillo [la famosa ruina del siglo XVII, principal atracción turística de la ciudad] y allí saborear una rubita bien helada. “Schlossquell!”
A lo mejor me inspiro y garapateo unas frases que podrían llevar a otras y a partir de ahí…
Por la calle principal de Heidelberg (Hauptstrasse), donde ahora ya se acumulaban tantos pasos, unos buenos añitos, vividos, recordados, agradecidos, de muchas sorpresas agradables y interesantes encuentros, iba caminando tranquilamente, absorto en pensamientos delirantes, rumbo a la conocida vereda que conduce al Castillo y que me encanta subir caminando, allí justamente detrás de la estación del funicular, cuando… ay, de repente, no más que de repente (diría Vinicius de Moraes)
delante mismo del altivo y muy serio Dr. Bunsen, en su pesado traje de bronce cubierto de pátina, me corta el paso, entre amable y atrevida, toda sonrisas, una rubia despampanante, pelo rebelde última moda, minifalda de jeans y una flamante camiseta naranja con florones plateados y motivos góticos, bolsa de napa y plástico en bandolera, cuaderno de notas en la mano…
viene y para delante de mí disculpándose, usted no me conoce, pero yo sí sé quién es y si me permite, me gustaría hacerle algunas preguntas para nuestra clase de traducción simultánea, cosa de diez minutos o poco más. ¿Puede ser?
Miré a la rubia, miré al reloj, vacilé por dos segundos y le dije que sí, como no. Imposible negar un pedido hecho con tanta gracia y tanto brillo en unos ajos azules como nunca había visto. Además – la vanidad picada. Ser [re]conocido por alguien que no conoces, y en tales circunstancias, la atracción de esos ojos claros y líneas casi perfectas del rostro, eso sí, salpicado de pequeñas pecas, para culminar una manos casi más suaves que una melodía de Schubert o Debussy… Impensable decir que no.
Aprovechamos la cafetería de la terraza, pedí dos cafés con helado (Eiskaffee) y hice señal de estar preparado, si es que un simple mortal venido de los trópicos puede algún día estar preparado para enfrentarse a una rubia germánica, sin perder el aplomo y un mínimo de control, aún más al tener que contestar a sabe Dios que preguntas.