Marcas que quedan…
y que el tiempo deshace… ahí viene el viento, su mismísimo padre, y se lo lleva todo de golpe:
cualquier horizonte es poco…
por fin fluyen las aguas, como quería Heráclito, y lavan — limpiando el aire [hacen lo que pueden, ¡pobres!],
el verde de los campos, escarpas, muros, barrancos, llanuras, caminos de la sierra y de la ciudad, nuestras caras
de espanto… ciertas sombras que nadie ve pero sabe que existen, pues un día sicut fur in nocte ella te llama a la
puerta, la «Indeseada de las gentes», más subrepticia que una serpiente en ayunas. Damn it!
Viene sin más: la gran sombra que borra todas las marcas.
El fin de los tiempos, el fin del viento que ahí ya ni sopla ni molesta a nadie.
¿Dónde se ha oído decir que un difunto se molesta, verdad?
En el reino de la Nada es eso, ni viento, ni cronos, ni aguas, ni nada de nada para molestar.
Solo la plácida eternidad y el vacío en uno de esos agujeros negros que dicen que proliferan muy voraces
en los insondables rincones del universo y que la teoría consta que dice pero hasta ahora nadie los vió
ni ha vuelto para contar.
Astrofísicos… ¿no son todos personajes de ficción científica?
Su pasatiempo favorito es contar partículas perdidas en el espacio dando nombres y números y multiplicando
todo por millones y mil millones y dándoles nombres crípticos que sabe Dios qué significan ni para que sirven,
porque, aquí entre nosotros, el doctor ¿qué gana con eso?… sin contar los sueldos milionarios, claro.
Nuestro río de la infancia, hoy eso que se ve,
unas pocas aguas, diminutas… vivas.